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"Vocación es un darse a Dios, con tal ansia, que hasta duelen las raíces del corazón al arrancarse" Beato "Lolo"







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viernes, 28 de octubre de 2011

Fechas importantes II - Ver el fin para comprender el principio


Como cada mes de mayo, la ciudad aparecía exhuberante enmedio de su fértil Vega y embriagada del aroma de las mil plantas aromáticas que desde el Generalife y las almunias de las riberas del Genil, inundaba sus calles y plazas sin apreciar siquiera que en los baluartes y murallas eran ya otros los pendones que hablaban de las grandezas humanas. El bullicio en el Zacatín se completaba con el propiciado por los especieros en las cercanías de Bib-Rambla y el trasiego de quienes venidos de otros lugares pregonaban sus mercancías en los antiguos zocos de Granada. Sin embargo, los crespones negros que colgaban en las torres de la alcazaba anunciaban un triste acontecimiento conocido ya por quienes años atrás celebraron con júbilo la presencia de la pareja imperial en los palacios de la Alhambra. Aquella mañana la campana de la Vela comenzó un pausado tañido que en nada se asemejaba a los toques con los que se regulaban los riegos de la acequia de Aynadamar y los pesados bronces de la torre que se alzaba sobre la antigua Turpiana siguieron en el fúnebre acompañamiento al de los campanarios en los que un triste doblar indicaba  la llegada a la puerta de Elvira de un lóbrego cortejo. El cardenal de Burgos, los obispos de León y Coria, el marqués de Villena, la condesa de Faro y otros muchos cortesanos, frailes, criados y hombres de armas, acompañaban al cadáver de Isabel de Portugal desde Toledo, lugar en el que había fallecido el primer día de aquel mes de mayo de 1539. Eran las dos de la tarde cuando llegó el féretro de Su Majestad Imperial a Granada. La ciudad entera se paralizó; la aglomeración de granadinos y venidos de otras ciudades fue tan enorme, y los responsos y actos religiosos en el camino fueron tan sentidos y numerosos que, a pesar del corto trayecto que habría de recorrer, la fúnebre comitiva no llegó a la catedral hasta las 8 de la tarde.
Dignatarios eclesiales, nobles y veinticuatros del Cabildo, unieron sus plegarias al Dies Irae de los capellanes encargados de recibir en la Capilla Real el cuerpo muerto. Nuevamente los responsos. Azuladas nubes de incienso se elevaron en el presbiterio. Fini gloria mundi, murmuró un anciano clérigo. "Descanse en paz", dijeron entonces quienes habían entonado los lóbregos rezos.
Una pétrea escalinata, abierta ante los túmulos de los monarcas que conquistaron a los musulmanes de la península su último reino, ocultó a la vista de los presentes el féretro recubierto de terciopelo negro. Bajó a la cripta un reducido número de acompañantes y el escribano mayor, dispuesto a dar fe de aquel entierro, preguntó entrecortado a los presentes: “¿Quién cerró el féretro en Toledo?”. Las miradas se cruzaron y alguien murmuró “Fue el Caballerizo…”; no hicieron falta más palabras pues la silueta de un joven lujosamente ataviado apareció en el umbral del subterráneo diciendo: “Fui yo”.
-          Señor… debéis (contestó tembloroso el escribano)…
Unos giraban sus cabezas para no contemplar la escena que habría de ocurrir en un momento. “Hace ya quince días que falleció…”, dijeron otros. “Sé lo que tengo que hacer” interrumpió el noble a quienes le infirieron “Señor duque, no es conveniente…”
Con paso firme se dirigió entonces hacia donde se encontraba el ataúd. Atrás quedaron todos y unos pajes, engañando sus olfatos con pañuelos perfumados en agua de jazmín y lirios, volvieron sus rostros y levantaron la tapa del féretro. Se escuchó una voz al fondo: “¿Juráis que es el cuerpo de la emperatriz que Vos mismo visteis en Toledo?”. Retiró decidido el velo que cubría la cabeza del cuerpo yerto y su corazón, contrariado, dio un tremendo vuelco. Las tórridas temperaturas soportadas durante el trayecto habían contribuido a presentar la realidad de las glorias humanas en su más horrible crudeza. El joven duque balbuceó y, finalmente, viendo ante sí los putrefactos restos de a quien juró lealtad y servicio, no pudo sino responder: “Jurar que es su Majestad no puedo, juro que su cadáver se puso aquí”… Las lágrimas afloraron en sus ojos y abandonando presuroso aquel lugar tétrico, dirigió su mirada a quienes antes le habían escuchado y les dijo algo que parecía no entenderse en boca de quien era el caballero con el futuro más prometedor del Reino: “No más cobijar el alma al sol que apagarse puede, no más servir a señor que en gusano se convierte”.

Aquel joven que se prometía a sí mismo renunciar a las vanidades humanas era Francisco de Borja, duque de Gandía, el que más tarde, tras la muerte de su esposa, ingresaría en la Compañía de Jesús donde llevaría una vida tan edificante, tan desprendida hacia los demás y tan enardecida por la Fe en Cristo, que llegaría a los altares en 1671, un siglo después de su fallecimiento.

He querido recrear esa escena tal y como imagino ocurrió, algo en lo que a veces pensé cuando en las noches de invierno mis pasos retumbaban en el silencio de la desierta lonja que se abre ante la Capilla Real de Granada. Una escena que siempre me impactó y que resume lo que el mismo Cristo señalaba cuando decía a sus discípulos "No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón".
Hoy, 28 de octubre, se cumplen 501 años de su nacimiento. Por ese motivo he querido imaginarme como debió ser esa conversión profunda, ese propósito de cambiar un futuro de glorias mundanas para conseguir las del cielo, las que no se desvanecen. Hoy, recordando a este santo, cuya festividad es el tercer día del mes de octubre, quisiera pediros vuestra oración por quienes desean seguir a Jesús emulando a Ignacio de Loyola y a Francisco de Borja, aquel que, teniendo a su alcance todo lo material que este mundo puede darnos, renunció a ello buscando la única riqueza que es eterna. El que siendo uno de los personajes más importantes de su tiempo, rechazó glorias y honores, virreinatos y capelos cardenalicios, confirmando en su inmensa humildad aquello que un día escribiera: “Sólo son grandes ante Dios los que se tienen por pequeños”.

2 comentarios:

  1. Santo Tomás manisfestaba que "a los que Dios elige para algo, los prepara y dispone de tal modo que sean idoneos para ello". Tras recordar la conversión de san Francisco de Borja descubres lo importante que es para todos nosotros no solo el saber decir que SI a Dios sino el estar atento a las continuas llamadas que nos hace para que volvamos a El y nos demos con mas intensidad. A unos les llamara a la vida consagrada, otros al sacerdocio y a los mas a la santidad en la vida cotidiana. Sea en el estado que sea no podemos dejar que desaparezca el momento en que nos enamoramos del Señor. Siempre recordaremos esos instantes en que Jesús, quizá inesperadamente, nos detuvo en nuestro camino para decirnos que se quiere meter de lleno en nuestro corazón. Porque la santidad consiste en cumplir la propia vocación. Entonces, conscientes de tal don solo nos queda mirar los acontecimientos a la luz de la propia vocación, vivida en su más plena radicalidad, admirarnos una y otra vez ante tanto don de Dios y agradecer la bondad del Señor que nos llama a trabajar en su viña.

    Uno de los primeros jesuitas, san Francisco Javier, decia: "pues nuestra salvación no consiste solamente en bien empezar, mas en bien perseverar hasta el fin".

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  2. Muchas gracias, Javier, por tu comentario. Como bien indicas, la perseverancia es algo fundamental en este mundo en el que nos ha tocado vivir ya que hay muchos obstáculos fuera y, paradójicamente, también dentro de la Iglesia que hacen que sean muchos los que abandonen el camino a través del que deseaban seguir a Cristo. No obstante, lo que de verdad importa es seguirlo. Caminos hay muchos y otros tantos que, como dijo el poeta, se van haciendo al andar.

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