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"Vocación es un darse a Dios, con tal ansia, que hasta duelen las raíces del corazón al arrancarse" Beato "Lolo"







Me agradará enormemente compartir vuestras alegrías, pero mucho más lo hará el que podamos superar juntos las dificultades que se nos presenten en la que, sin duda, será la mayor aventura de nuestras vidas. Para ello podeis escribirme cada vez que lo deseeis a escalandolacima@gmail.com




lunes, 26 de septiembre de 2011

No rendirse jamás


Cuando sabes en quien tienes puesta la confianza, cuando tienes la seguridad que has elegido bien, que has sabido marcar las metas importantes en la vida, no tienes porqué tener miedo y debes hacer propósito de no rendirte jamás. Por adversas que sean las circunstancias, debemos hacer un alto en el camino, cerrar nuestros ojos y decir como San Pablo: "Yo sé de quien me he fiado".

Cuestión de confianza

A menudo hemos escuchado que la Fe mueve montañas. Podría considerarse esta afirmación como un resumen de las numerosas ocasiones en las que Jesús habló del poder de la Fe a sus apóstoles. En la práctica totalidad de referencias evangélicas a los milagros de Cristo aparecen especiales menciones a la Fe y también cuando llega a su tierra, a Nazaret, los textos sagrados indican que allí apenas hizo milagros “porque había muy poca fe”.

Jesús subraya más de una vez que los milagros que El realiza están vinculados a la Fe. "Tu fe te ha curado", dice a la mujer que padecía hemorragias desde hacia doce años y que, acercándose por detrás le había tocado el borde de su manto, quedando sana (cfr. Mt 9, 20-22; Lc 8, 48; Mc 5, 34). Palabras semejantes pronuncia Jesús mientras cura al ciego Bartimeo, que, a la salida de Jericó, pedía con insistencia su ayuda gritando: "¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mi!" (cfr. Mc 10, 46-52). Según Marcos: "Anda, tu fe te ha salvado" le responde Jesús. Y Lucas precisa la respuesta: "Ve, tu fe te ha hecho salvo" (Lc 18,42).

Una declaración idéntica hace al Samaritano curado de la lepra (Lc 17, 19). Mientras a los otros dos ciegos que invocan recuperar la vista, Jesús les pregunta: "«¿Creéis que puedo yo hacer esto?». «Sí, Señor»... «Hágase en vosotros, según vuestra fe»" (Mt 9, 28-29).

Sabemos, por tanto, que es necesario tener Fe, o lo que es lo mismo, una confianza absoluta, sin reservas, en Jesús para que se materialice en nosotros aquellos que necesitamos.

Hay muchas adversidades en nuestra vida que nos hacen dudar y son precisamente esas dudas las que impiden que el Señor obre en nosotros. ¿Cuántas vocaciones se pierden por falta de Fe? ¿Cuántas veces se da un paso atrás por miedos e inseguridades?

Es cierto que pedir, todos pedimos. Que cuando se nos presenta una situación difícil solemos recurrir a Dios en demanda de ayuda y, seguramente, diremos que se la pedimos con todas nuestras fuerzas porque la necesitamos y creemos que tan sólo Él nos la puede conceder. Sin embargo, la realidad en nuestro corazón es, a veces, muy distinta y bien podría resumirse en la historia que os narro a continuación:

Cuentan que un alpinista se preparó durante varios años para conquistar el Aconcagüa. Su desesperación por la proeza era tal que, conociendo todos los riesgos, inició su travesía sin compañeros, en busca de la gloria sólo para él.

Empezó a subir y el día fue avanzando, se fue haciendo tarde y más tarde, y no se preparó para acampar, sino que decidió seguir subiendo para llegar a la cima el mismo día. Pronto oscureció. La noche cayó con gran pesadez en la altura de la montaña y ya no se podía ver absolutamente nada. 
Todo era negro, cero visibilidad, no había luna y las estrellas estaban cubiertas por las nubes.

Subiendo por un acantilado, a unos cien metros de la cima, se resbaló y se desplomó por los aires. Caía a una velocidad vertiginosa, sólo podía ver veloces manchas más oscuras que pasaban en la misma oscuridad y tenía la terrible sensación de ser succionado por la gravedad. Seguía cayendo... y en esos angustiantes momentos, pasaron por su mente todos los gratos y no tan gratos momentos de su vida, pensaba que iba a morir, pero de repente sintió un tirón muy fuerte que casi lo parte en dos... Como todo alpinista experimentado, había clavado estacas de seguridad con candados a una larguísima soga que lo amarraba de la cintura.

En esos momentos de quietud, suspendido por los aires sin ver absolutamente nada en medio de la terrible oscuridad, no le quedó más  que gritar: “!Ayúdame Dios mío, ayúdame Dios mío¡".

De repente una voz grave y profunda de los cielos le contestó: 

"¿Qué quieres que haga?"

 Él respondió: "Sálvame, Dios mío"

 Dios le preguntó: "¿Realmente crees que yo te pueda salvar?"

 "Por supuesto, Dios mío", respondió

 "Entonces, corta la cuerda que te sostiene", dijo Dios.

Siguió un momento de silencio y quietud. El hombre se aferró más a la cuerda y se puso a pensar en la propuesta de Dios...


Al día siguiente, el equipo de rescate que llegó en su búsqueda, lo encontró muerto, congelado, agarrado con fuerza, con las dos manos en la cuerda, colgado a sólo un metro del suelo... El alpinista no fue capaz de cortar la cuerda y simplemente confiar en Dios.


Nuestra Fe es a menudo tan débil que no acabamos de presenciar los milagros que Dios tiene preparados para nuestras vidas. Pidámosle, por tanto, como aquellos primeros discípulos: “Señor, auméntanos la Fe”. Si lo hacemos de corazón, con total confianza, podremos ver como nuestras dificultades desaparecen de inmediato y aquello que tanto esperábamos llegará finalmente.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Un último momento


A veces pensamos que tenemos muchas cosas importantes que atender en nuestra vida. Que perdonaremos a la persona que nos ofendió más adelante, cuando se nos pase un poco el dolor que nos ha causado. También pensamos que las decisiones más trascendentes no hay que tomarlas muy aprisa y que hay que darles tiempo. Sin embargo, ¿qué ocurriría si supiésemos que nos quedaba tan solo un pequeño y único momento de vida? ¿sabríamos priorizar lo que verdaderamente es importante en ella? Tal vez sería importante reflexionarlo mientras escuchamos la música de este vídeo. Un abrazo a todos.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Setenta veces siete

Cuesta mucho perdonar a quienes nos hacen daño. Sería absurdo negar un sentimiento que todos hemos tenido alguna vez. Cuando consideramos que han obrado injustamente con nosotros nos sentimos mal, nuestro corazón engendra rencor y es cuando surge esa frase que tantas veces hemos oído: “Yo perdono, pero no olvido”.

Cuando se produce una ofensa, quien la realiza tiende también a pensar que no tiene porqué disculparse, que simplemente dio la respuesta que la otra persona se merecía. Autojustifica su comportamiento y su corazón engendra soberbia y orgullo: “Que se disculpe él primero”.

En un caso y en otro se ponen las barreras necesarias para que no pueda surgir el perdón. Estamos demasiado acostumbrados a “salirnos con la nuestra” y parece que decir “lo siento” es un síntoma de debilidad que no podemos permitirnos. ¿Cuántas veces hemos escuchado que dos personas han reñido por una tontería? ¿Cuántas veces hemos visto como una simple discusión por un tema intrascendente acaba rompiendo una amistad que existía desde hacía años? ¿Cuántos hermanos dejan de hablarse por una cuestión de herencia? ¿Cuántos vecinos se cruzan en la calle sin ni siquiera darse los buenos días?... Las disparidades de criterios pueden llevar a discutir a dos personas. Sin embargo, ¿estaríamos dispuestos a que esas diferencias de parecer acaben condicionando una relación o incluso una convivencia?... Lamentablemente, muchas veces ocurre así. Se antepone nuestro orgullo al perdón y de esto no están libres tampoco los seminarios y conventos. Incluso el propio apóstol Pedro preguntó al Señor, ¿pero cuántas veces he de perdonar a mi hermano? ¿acaso siete veces? Conocemos la teoría, sabemos la respuesta que dio Jesús, pero cuesta ponerla en práctica. Nos perdemos demasiado con las normas, los diurnales y ejercicios, las direcciones espirituales y ese curioso “sentido del deber” que nos hace actuar de determinadas maneras aunque seamos conscientes de que con ello hacemos daño. Nos desvivimos por cumplir todo eso pero no somos capaces de otorgarnos el verdadero perdón, el mismo que Cristo dio en la cruz a quienes lo ultrajaban.

¿Cómo es posible que personas que quieren consagrar su vida a Dios no aprendan antes a amar a sus hermanos como Cristo nos amó? Quizá sea ésta una de las asignaturas pendientes para quienes desean consagrarse. No consiste en ningún voto pero considero que está por encima de todos ellos. Se trata de la capacidad de amar, la misma que pasa necesariamente por la capacidad de perdonar y eso es algo que tenemos la oportunidad de hacerlo cada día, en ese “entrenamiento” particular que supone en hacerlo cada vez que tengamos que sustituir nuestro rencor por nuestro amor. Solamente será entonces cuando cumplamos con la voluntad del Señor estando dispuestos a perdonar “hasta setenta veces siete”.

domingo, 4 de septiembre de 2011

La música que hoy escuché


Hoy no tengo muchos comentarios para este vídeo, quiero irme pronto a meditar en el silencio de mi habitación, pero antes, casi por impulso, recordé mi estancia en otro lugar y como a cada lugar tendemos a asociar una música en concreto, esta que ahora os pongo es la que me trae ahora esos recuerdos.

Un lugar a donde ir

Acaba el verano y todo parece volver a la normalidad… Los días comienzan a acortarse y el pasado jueves me vino nuevamente ese olor a tierra mojada que en Andalucía es tan característico cuando caen las tormentas de esta época. El cielo ha estado gris unos días como preludio de las nuevas estaciones que vendrán y, aunque es cierto que soy más amigo de las chimeneas que del sol de la playa, no he podido evitar pensar en el tiempo que se acerca y tener una cierta nostalgia… He pensado en los momentos en los que debí haberme decidido y hacer caso a esa llamada de Jesús en la adolescencia. He recordado etapas de mi vida que ya no volverán y he sentido de una manera especial el paso del tiempo… Son tantas las ocasiones en las que postergamos nuestras decisiones para más tarde que, a veces, sin darnos cuenta perdemos la oportunidad de realizarnos plenamente… Me pregunto, le pregunto al Señor cuando será el momento más adecuado, en qué lugar, de qué manera… Creemos tenerlo todo claro y de repente donde se esperanzaba nuestra seguridad no encontramos respuesta. Cuando esos esquemas cambian sin esperarlo, o mejor sin querer esperarlo, te sientes cansado, casi sin ganas de comenzar otra vez de nuevo… como Pedro cuando huía de Roma, te encuentras abatido, sin saber muy bien hacia donde caminar… ¿Quo vadis, Domine? … Hacia donde vas Señor, para seguirte…

Perdonadme, pero hoy estoy un poco triste.