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"Vocación es un darse a Dios, con tal ansia, que hasta duelen las raíces del corazón al arrancarse" Beato "Lolo"







Me agradará enormemente compartir vuestras alegrías, pero mucho más lo hará el que podamos superar juntos las dificultades que se nos presenten en la que, sin duda, será la mayor aventura de nuestras vidas. Para ello podeis escribirme cada vez que lo deseeis a escalandolacima@gmail.com




domingo, 27 de noviembre de 2011

Vencer las dificultades

¿Quien de vosotros podría decir ahora mismo que no tiene ninguna dificultad en nada o que no conoce a nadie que la tenga? Todos tenemos problemas en nuestras vidas y si decidimos vivir plenamente nuestra vocación tendremos también presentes las tristezas, los agobios, las dificultades de los demás. Sin embargo, si queremos salir victoriosos, ante esos inconvenientes, en los momentos más duros tenemos que recordar las palabras que dijo Jesús cuando hizo algunos de sus mayores milagros "Basta con que tengas Fe". Quedémonos con el mensaje que nos deja este simpático vídeo y hagámonos hoy mismo la promesa de comenzar esta nueva semana con la confianza puesta en Dios y la certeza de que siendo así y perseverando todo se resolverá.


Semilla en terreno pedregoso

Cuando Jesús explicó a sus discípulos la parábola del sembrador, aparecía un tipo de persona que en cierto modo es frecuente en nuestros días. Me estoy refiriendo a los corazones que, como “terrenos pedregosos”, acogen con gran alegría y entusiasmo el Mensaje del Señor, pero que a la mas mínima dificultad desertan y no se comprometen.

Ningún ámbito de la vida está ajeno a esa actitud. Hay jóvenes que abandonan sus estudios porque se les “atraviesa” una asignatura. Quien abandona un club, una asociación o incluso una cofradía porque discrepa con la forma de actuar de sus directivos pero no propone ninguna alternativa. Son muchas las personas que dejan de hacer una dieta para perder peso porque se pasa mucha hambre y tampoco son menos los que se apuntan al gimnasio para dejar de ir dos días después porque le han salido agujetas y se suda mucho. En definitiva, queremos conseguir resultados pero no siempre estamos dispuestos a sacrificarnos demasiado. Es más, en ocasiones, ni siquiera queremos sacrificar lo más superfluo y simple.

Es cierto que resulta muy desalentador tener el corazón dispuesto a recibir la llamada de Cristo y encontrar dificultades justamente en el lugar donde creíamos que no las íbamos a tener. A veces en el entorno más cercano (de donde se supone habrían de partir de los apoyos) y otras incluso dentro de la propia Iglesia (con hostilidades e inconvenientes de todo tipo por parte de determinadas órdenes religiosas o en algunos seminarios). Es normal que uno se sienta entonces confundido, que ante la incomprensión estemos tentados de abandonar porque esa tentación, ese desánimo, aparece en todas las personas cuando algo empieza a no marchar como lo teníamos previsto. Sin embargo, y aunque parece legítimo que nos desmotivemos cuando algo no avanza, en el caso de la vocación, no ya de persona consagrada sino simplemente de cristiano, abandonar en las dificultades… ¿no nos recordaría demasiado a ese terreno pedregoso donde la semilla germinó rápidamente pero acabó secándose igualmente pronto porque no tenía raiz? Corremos, a veces, el riesgo de comprometernos con algo cuando no afecta a la comodidad de nuestras vidas, cuando no tenemos que cambiar nada de lo que nos gusta, pero parece que es más difícil perseverar en aquello que se nos presenta con unas complicaciones que no esperábamos.

Si supiéramos con seguridad los buenos resultados que íbamos a tener en un examen, por ejemplo, es obvio que no estaríamos nerviosos la noche de antes. Si tuviéramos la certeza de que el lunes empezábamos a trabajar en el puesto que siempre habíamos deseado, no nos estaríamos lamentando durante el fin de semana de estar desempleados y, por supuesto, tampoco se nos ocurriría apuntarnos en ninguna oficina de colocación. Pues bien, esa certeza, para un cristiano, es la Fe. No podemos sentirnos tristes, temerosos y sin ganas de seguir, por cansados que estemos, cuando confiamos en el Señor y sabemos, perfectamente, que por muchos problemas que se nos presenten, Él nos ayudará a salir adelante en aquello que le hayamos pedido. Lo único que necesitamos es, por tanto, confiar y perseverar. Que nuestros corazones no sean un terreno pedregoso donde no fructifique el Mensaje. Que ante los problemas que se nos presenten acudamos a Jesús pidiéndole que nos ayude a vencerlos y si, a pesar de que nos parezca todo perdido, seguimos adelante, no hay duda alguna de que nos ayudará y saldremos vencedores. Tened presente en todo momento que las grandes batallas las han ganado siempre cansados guerreros.

jueves, 17 de noviembre de 2011

A propósito de las Elecciones

Aunque ya no tan frecuente, sí que cada vez que hay algún proceso electoral los medios de comunicación ofrecen imágenes de religiosas votando o de ancianos frailes (en ambos casos de los de hábito y escapulario) acercándose al colegio electoral para ejercer su derecho. A mí esas imágenes me resultaron siempre muy simpáticas y no dejaba de sorprenderme el que se publicasen, en ocasiones, como algo insólito. Parece como si una persona, por el hecho de ser religiosa, no pudiera preocuparse ni valorar las cuestiones políticas de la sociedad. La verdad es que a lo largo de la historia los gobernantes han intentado utilizar (con mayor o menor éxito) a la Religión para ponerla de su lado. Si lo hubieran hecho para un beneficio común, yo hubiera el primero en aplaudirlos, pero muchas veces no han estado guiados por tan buenos propósitos y, al final, la Institución ha sido la más perjudicada quizá por su exceso de buena Fe. Porque no olvidemos que, aunque es cierto que ha habido y hay jerarcas y miembros de la Iglesia que la dañan con su comportamiento y no responden  a su cometido de pastores fieles, no lo es menos que existen igualmente multitud de personas anónimas, comprometidas, que intentan vivir como cristianos, que procuran ser consecuentes con el mensaje de Cristo en sus lugares de trabajo, en su familia, con sus amigos... Esas personas tienen también sus ideas políticas; unas se aproximarán más a determinadas opciones y otras se identificarán mejor con diferentes siglas, pero, en cualquier caso, defendiéndolas tienen el derecho y el deber de participar como cualquier ciudadano en el desarrollo de la comunidad, porque la Religión, el ser cristiano, no es algo que se tenga que guardar de manera expresa para los domingos o limitarlo estrictamente a los muros de las sacristías. Resulta lastimoso ver como la encomiable labor de tantos cristianos se ve manchada por las declaraciones, a veces muy desafortunadas, de determinados jerarcas que se postulan claramente por algunos partidos políticos y se dejan manipular por quienes, en realidad, no ven en ellos sino unos "recoge votos" de sus fieles. El cristiano laico debe tener sus principios políticos y, en conciencia, defenderlos. El pastor, por principio, debe ser más prudente y no parecer el "telonero" del político de turno al que, casi siempre, lo que le interesará será aprovecharse mediáticamente (bien apoyándola de manera más o menos directa, o bien criticándola abiertamente) de la Iglesia.

Ahora que se aproximan en España unas Elecciones Generales, os dejo esta reflexión que mi apreciado amigo Javier, tuvo a bien enviarme hace unos días. Espero que, como a mí, os resulte de provecho.


Reflexiones en el campo político
El hecho de que la Iglesia ni posea ni ofrezca un modelo particular de vida social, ni esté comprometida con ningún sistema político como una “vía” propia suya a elegir entre otros sistemas (GS 76, SRS 41), no quiere decir que no deba formar y animar a sus fieles – especialmente a los laicos – a que tomen conciencia de su responsabilidad en la comunidad política (GS 75), y opten a favor de soluciones, y a favor de un modelo, si lo hubiere, en el que la inspiración de la fe pueda llegar a ser praxis cristiana. Las orientaciones de la doctrina social de la Iglesia para la acción de los laicos son válidas tanto en materia política como en los otros campos de las realidades temporales en los que la Iglesia debe estar presente en virtud de su misión evangelizadora.
           
La fe cristiana, en  efecto, valora y estima grandemente la dimensión política de la vida humana y de las actividades en que se manifiesta. De ello se deduce que la presencia de la Iglesia en el campo político es una exigencia de la fe misma, a la luz de la realeza de Cristo, que lleva a excluir la separación entre la fe y la vida diaria, “uno de los errores más graves de nuestra época” (GS 43). Sin embargo, evangelizar la totalidad de la existencia humana, incluida su dimensión política, no significa negar la autonomía de la realidad política, ni de la económica, de la cultura, de la técnica, etc., cada una en su propio campo.
           
Para comprender esta presencia de la Iglesia es bueno distinguir los “dos conceptos: política y compromiso político” (Documento de Puebla, 521, 523). En lo que se refiere al primer concepto, la Iglesia puede y debe juzgar los comportamientos políticos no sólo cuando rozan la esfera religiosa, sino también en todo lo que mira a la dignidad y a los derechos fundamentales del hombre, al bien común y a la justicia social: problemas todos que tienen una dimensión ética considerada y valorada por la Iglesia a la luz del Evangelio, en virtud de su misión de “evangelizar el orden político” y, por esto mismo, de humanizarlo enteramente. Se trata de una política entendida en su más alto valor sapiencial, que es deber de toda la Iglesia. En cambio, el compromiso político, en el sentido de tomar decisiones concretas, de establecer programas, de elegir campañas, de ostentar representaciones populares, de ejercer el poder, es un deber que compete a los laicos, según las leyes justas y las instituciones de la sociedad terrena de la que forman parte. Lo que la Iglesia pide y trata de procurar a estos hijos suyos es una conciencia recta conforme a las exigencias del propio Evangelio para obrar justa y responsablemente al servicio de la comunidad (C.I.C., can. 227).

            “Los Pastores y los demás ministros de la Iglesia, para conservar mejor su libertad en la evangelización de la realidad política, se mantendrán al margen de los diversos partidos o grupos que pudieran crear divisiones o comprometer la eficacia del apostolado, y menos aún les darán apoyos preferentes, a no ser que en ‘circunstancias concretas’ lo exija el ‘bien de la comunidad” (Documento de Puebla, 526-527; C.I.C., can. 287).

domingo, 13 de noviembre de 2011

El milagro de Dios

Me gustaría que este vídeo sirviera para todos aquellos que dicen "No puedo" "Hay otros más cualificados que yo". Me gustaría que pensasen sinceramente las muchas capacidades que el Señor nos ha dado a cada uno de nosotros. Las enormes posibilidades que tenemos de doblar lo que nos entregaron aun cuando no sea mucho. Será entonces cuando aprenderemos a no descargar las responsabilidades en los demás. En no decir "Que lo haga el que recibió 5 talentos, que ése sí que puede". Nuestra misión es poner a producir al máximo nuestras capacidades, por pequeñas que creamos que sean, porque todos y cada uno de nosotros somos el verdadero milagro de Dios.


De humildad y talentos

Llevamos varios domingos en los que el Evangelio nos habla de las capacidades que Dios nos ha dado a cada uno y de la importancia que tiene el saber emplearlas. La lectura que hoy se proclamaba nos presenta una parábola bastante esclarecedora. El que tenía cinco talentos produjo diez, el que tenía dos produjo cuatro, y el Señor los felicita en ambos casos porque tanto uno como otro rindieron al máximo en función a lo que habían recibido.

En el camino de la vocación también están presentes los talentos. A veces decimos que no sabemos lo que Jesús quiere de nosotros, que no acabamos de encontrar un camino para seguirle. Sin embargo, lo que ninguno de nosotros podría negar es el propio hecho de conocerse. Todos nos conocemos a nosotros mismos. Sabemos cuales son nuestras debilidades, si nos cuesta trabajo concentrarnos, si no tenemos mucha paciencia, si el egoísmo rige muchas facetas de nuestra vida. Pero también conocemos nuestras cualidades. Si somos desprendidos, si tenemos capacidad de liderazgo, si sabemos escuchar a los demás o, en su caso, si a través de nuestra oratoria logramos convencer a los que nos rodean. Aquí no se trata de vanagloriarse, sino de reconocer lo que Dios nos ha dado como herramientas con las que realizar un trabajo y conseguir unos frutos. Sería un gran error pensar que el hecho de abrazar la vida religiosa en un monasterio, por ejemplo, es suficiente para alcanzar la vida eterna… Cuando nos pregunten sobre lo que hicimos en nuestra existencia terrenal, ¿qué responderemos?  ¿que estuvimos todos los días rezando la liturgia de las horas? ¿Y qué fue de nuestra capacidad para animar a los demás? ¿la usamos con aquellos que se encontraban desesperanzados? ¿Y qué hicimos de nuestra facilidad para escribir? ¿Intentamos crear, por ejemplo, una página en Internet, para acercarnos a otros hermanos nuestros que tal vez pudieran encontrar respuestas a lo que buscaban? ¿Y aquello que siempre hacíamos, bromear con los amigos, lo utilizamos después como herramienta del Señor para poner una sonrisa en el rostro del que estaba triste?

Si al final decimos que no, que nos limitamos a conservar lo que nos habían dado (mira que buenos hemos sido Señor, que no lo hemos malgastado ni desperdiciado), ¿qué respuesta tendremos? La parábola es bastante clara al respecto y no admite medias tintas con aquel empleado que nada produjo. Seguramente él se justificaría diciendo “Las cosas estaban mal” “No era el mejor momento para invertir” “Podría haberlo perdido todo”. Son las mismas excusas que día tras día utilizamos para no usar nuestros talentos. “No tengo demasiado tiempo” “Es una tontería ayudar para que luego ni te lo agradezcan” “No tengo porqué aguantar las impertinencias de los demás” “Siempre tengo que ser yo el que se haga cargo”… La verdad es que se está mucho más cómodo no arriesgando nada, sin esforzarnos para conseguir frutos porque, y esto conviene no olvidarlo, a veces uno espera conseguir más cosecha y cuando no es así según nuestro propio criterio del esfuerzo, nos enfadamos como aquellos empleados de la viña que creyeron recibirían más que los que trabajaron solo una hora. Pero también en ese caso conocemos la respuesta. Nuestro deber es poner a rendir nuestras capacidades y estar siempre preparados para poder presentar cuentas en el momento en que nos llamen. No desperdiciar ni un instante y estar siempre dispuestos a rentabilizar nuestras capacidades al máximo. Cualquier momento es el adecuado para hacerlo y un ejemplo de ello me ocurrió hace muy poco. Había sido invitado a dar una conferencia y posteriormente tuvimos un tiempo de ocio en el que se compartieron unos aperitivos en un local adecuado al efecto. Hubo un momento en el que me dirigí al lugar en el que servían las bebidas y allí estaba un chico (invitado también, no era un camarero ya que no se trataba de ningún restaurante) que las servía muy diligentemente. Yo le pregunté, “Bueno, ¿y tú no te vas a tomar nada con nosotros? Vente con el grupo que estamos charlando y ya nos iremos sirviendo cada uno”. Su respuesta fue: “No, para nada… yo como me encuentro satisfecho es viéndoos a vosotros bien atendidos”. Hoy, cuando escribo sobre los talentos, no he podido evitar recordar esa escena. Él no era el que mejor hablaba, ni era el protagonista del evento, ni tampoco el más divertido de la reunión. Sin embargo, hacía todo lo que estaba en su mano para que los demás estuviesen bien atendidos. Su capacidad la rentabilizó al máximo al servicio de los demás. ¿Y cómo lo hizo?... Pues lo hizo de la manera que todos deberíamos utilizar los dones que Dios nos ha dado, con naturalidad y humildad. Sin hacer grandes alardes. Sin decir soy el mejor barman, el mejor orador, el líder más carismático… sino simplemente actuando en cada momento de nuestra vida.

Así lo hizo también un sevillano nacido en un pueblecito de la Sierra Norte. No podría dejar de referir nada acerca del santo que hoy celebramos. San Diego de Alcalá, franciscano que, consagrado a las tareas más humildes (tan sólo era hermano lego), como portero y en el jardín o la huerta de su convento, alcanzó la santidad de la manera más hermosa que puede hacerse: compartiendo lo poco que tenemos con el que nada tiene.

Él podía haberse mantenido al margen de los que llegaban pidiendo limosna al monasterio. Podía haberles dicho “Lo siento hermanos, nada tengo para daros”. Podría haberse excusado también diciendo que el padre guardián no le autoriza a realizar tareas que no me hubieran sido encomendadas. Pero la caridad de su corazón era tan grande, su deseo de servir a los demás tan enorme, que no dudó en escamotear en su hábito los panecillos que cogía del refectorio para socorrer el hambre de los que aguardaban fuera. Y lo siguió haciendo a pesar de las amonestaciones, hasta el punto de que, sospechando todos lo que hacía, fue sorprendido cuando antes de llegar a donde le aguardaban los pobres, lo detuvieron los demás frailes preguntándole qué llevaba escondido en su escapulario y él, como jardinero que era, respondió humildemente… “Nada, solo llevo rosas”. En ese momento se produjo el que es el milagro más entrañable y conocido de este franciscano. Los panecillos se habían convertido en esas rosas que no eran sino las que salían de su corazón cuando atendía a los más necesitados.
Ojalá fuésemos un poco como el humilde Diego. No unas personas pendientes de nuestros rezos, de nuestras cosas, de “conservar” los talentos que Dios nos entregó, sino que poniendo a producir incluso lo poco que esté en nuestras manos, podamos ayudar a los demás. Será entonces cuando en el libro de la vida los fallos que hayamos cometido acaben diluyéndose y aparezcan solamente las flores que, naciendo del amor, adornan siempre la santidad.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Loco debo ser...

Si a una persona le dicen que está loca tendría una connotación negativa, es evidente. Sin embargo, la realidad es que dicho calificativo se ha utilizado también en numerosas ocasiones para expresar un estado de felicidad suprema. "Su mirada me vuelve loco". "Por amor se hacen locuras" y otras frases similares viene a corroborar que, a veces, hay que pasar por loco para alcanzar el grado máximo de aquello que se quiere. ¿Es la santidad una locura?... Tal vez, la locura sería para un cristiano no querer ser santo.


martes, 1 de noviembre de 2011

Llamados a la santidad


“Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna?”

Esta pregunta que hiciera el joven rico a Cristo se ha venido sucediendo a lo largo de las generaciones y también en nuestros días es algo que muchos desearían saber para tener asegurada esa “parcelita” del cielo. Tenemos los Mandamientos, es cierto, y tenemos también los principales que el Señor nos indicó: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”. Sin embargo, ese afán de querer hacer algo más, algo que llevase al estado de perfección, propició también el que apareciesen numerosos “manuales” que, sobre todo en el siglo XIX, aseguraban al que los cumpliese que estaría la corte celestial en pleno esperando recibirle.

No se trata, ni mucho menos, de dudar de la buena intención que guió a muchos de estos autores, algunos de ellos santos venerados en los altares, pero sí que hoy nos resultaría cuando menos chocante, el “método” que en ocasiones se aconsejaba. Para ello resulta fundamental situarnos en el momento histórico en el que se escribieron. Las costumbres y la moralidad de la época en cuestión pesaron enormemente sobre muchos de estos escritos que hoy arrancarían, sin duda, una sonrisa al que los leyese.

Los piadosos consejos que han llegado a nuestros días transmitidos en las obras de muchos santos pueden ser un importante estímulo, pero no causarían el mismo efecto en todos por la sencilla razón de que el Señor tiene preparado un camino especial para cada uno de nosotros, un camino a través del que podamos alcanzar la santidad con unas dificultades adecuadas siempre a las propias capacidades que Él nos dio. Nunca tendremos que superar pruebas imposibles porque el mismo Cristo nos indicó que su yugo es llevadero y su carga ligera. Es posible que a veces creamos que esto no es así, que en el camino de la vocación, que no es otro sino el que nos ha de conducir a la santidad y, por ende, a la vida eterna, hay muchísimas dificultades (y yo, como muchos de vosotros, puedo corroborarlo). Sin embargo, la realidad es que si en este preciso instante mirásemos un poco hacia atrás, nos daríamos cuenta de todos aquellos problemas que en su día los veíamos como insalvables y que, al final, logramos superarlos. Es más que probable que hoy los veamos como intrascendentes, a pesar de la importancia que les dimos en su día, o incluso puede que hasta los hayamos olvidado.

La superación en nuestras vidas es algo fundamental. Tenemos que aspirar a lo máximo y esforzarnos para conseguirlo. Tenemos que tener confianza en el Señor, estar seguros que estando a su lado nada podrá impedirnos alcanzar nuestras metas. Él las adaptó a cada uno de nosotros para que pudiéramos llegar a ellas. Únicamente hace falta un firme propósito y, ante todo, tener fe.

Nuestro camino para alcanzar la santidad no es, por tanto, tan difícil porque
todos estamos llamados a ser santos. Dios mismo "nos ha elegido en Él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor" (Ef. 1, 4). Ése es el camino de plenitud al cual nos invita el Señor: "Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt. 5, 48). No basta, pues, con ser buenos, con llevar una vida común y corriente como todo el mundo, sin hacerle mal a nadie. El Señor Jesús nos invita a conquistar un horizonte muchísimo más grande y pleno: la gran aventura de la santidad. Esa es la grandeza de nuestra vocación: "Porque esta es la voluntad de vuestro Dios: vuestra santificación" (1Tes 4, 3).

En este día en el que conmemoramos a todos aquellos que ya gozan de la vida eterna. Los que de forma anónima fueron modelo de perfección para el Señor. En definitiva, todos los Santos, pido para todos vosotros, como pido también para mí, que seamos capaces de santificarnos en lo sencillo, en nuestro día a día. De este modo, en cada momento tenemos la oportunidad de consagrar nuestras acciones a Dios. Podemos convertir lo cotidiano en un modelo de santidad, el mismo que habrá de servirnos para alcanzar la vida eterna.