La primera vez que se me pasó por la cabeza la idea de ser sacerdote fue hace unos dos años y medio, con catorce años. Llevaba ya bastante tiempo acudiendo a misa todos los fines de semana y cada vez crecía más mi interés por Dios, lo que sorprendía a mi familia, ya que ésta es poco creyente. Algunos familiares y conocidos bromeaban diciendo que yo iba a ser cura, a lo que yo respondía negativamente con mucha seguridad.

A pesar de todo, el sacerdocio me atraía con mucha fuerza y cada vez me ilusionaba menos la universidad y todo lo que antes había deseado. Era una idea que no podía quitarme de la cabeza.
Pero el miedo a equivocarme, a la reacción de mis padres y de mi entorno y el sentirme indigno de esa vocación, me llevaron a intentar convencerme a mí mismo de que no era la voluntad de Dios, sino que eran mis aspiraciones. No obstante, no conseguía eliminar la idea de mi mente y mi corazón se agitaba y se llenaba de una alegría muy profunda cuando pensaba en el Seminario y en entregar toda mi vida al Señor.
A veces conseguía olvidarlo temporalmente, pero distintos hechos o situaciones hacían que la idea resurgiese de nuevo con la misma fuerza. Al principio pensaba que eran simples casualidades, pero poco a poco me voy dando cuenta de que son señales que Él me va dando.
Dios ha estado ahí en todo momento guiándome, hablándome a través de los acontecimientos y de personas que ha puesto en mi camino y ayudándome a hacer cosas y dar pasos que nunca me creí capaz de dar.

Aunque soy consciente de las dificultades a las que me enfrento y me da verdadero pánico la reacción de mi familia y de muchas personas que conozco, se que si es su voluntad se cumplirá, pues para Él nada es imposible, y que debo estar muy agradecido por este gran regalo que me ofrece.
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