Cuando el pasado verano me hice cargo de este blog, os anunciaba que del mismo modo que fue otra persona la que lo inició, yo lo continuaría y esperaba de vosotros, de todos los que de una manera u otra participáis de él, lo hiciérais propio y a través del correo que os dejaba pudiéseis expresar vuestras opiniones y sentimientos, sobre todo teniendo en cuenta que, tal vez, lo que nosotros pensamos es algo que no sea de interés de muchos, pueda ayudar a más personas de las que creemos. Hoy, cuando se aproxima el medio año de la nueva andadura en esta página y también se acercan a 6.000 las visitas de distintos paises y de todos los continentes las que han pasado por la página, aprovecho para transcribir la entrada que me ha hecho llegar nuestro amigo Javier (sin ánimo de ser cobista, os aseguro que su amistad estaría también disponible para vosotros) y desear que muy pronto seáis también vosotros los que mandéis vuestras reflexiones, opiniones, alegrías o tristezas para que las compartamos entre todos y también entre todos podamos llevar este pequeño proyecto adelante... ¿no me querréis dejar a mí toda la responsabilidad, eh?? :) Venga¡¡¡, sed generosos y echarme también una "manecilla", o lo que es lo mismo, ayudadme, en esta tarea que el Señor nos encomienda a todos y cada uno de nosotros: Hacer llegar a nuestros hermanos el mensaje de su infinito Amor.
¡Ha nacido Inmaculada!
“Declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los meritos de Cristo Jesús Salvador del genero humano, está revelada por dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída” (bula Ineffabilis Deus). Con estas palabras el Papa Pío IX proclamaba, el 8 de diciembre de 1854, el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
En pleno siglo XIX se vivía la “edad de la restauración” en su variedad de ideologías y direcciones.
La instancia restauradora se alimenta del cúmulo de errores de la Revolución francesa. La ascensión al poder de Napoleón culmina con la proclamación del Imperio (1804) que abre una época de despotismo que destruye los últimos residuos del iluminismo. El Congreso de Viena (1814-15) restaura el status quo del antiguo régimen.
El retorno al pasado supone el rechazo de los ideales revolucionarios de libertad e igualdad considerados como los incitadores de la disolución. La iglesia condena la libertad de culto, de pensamiento y de imprenta, mientras que algunos defienden el privilegio de las clases dominantes y la estructura jerárquica de la sociedad puesto que “en el cielo, sobre la tierra y más todavía allí en el infierno no hubo ni habrá jamás igualdad de rango, de gloria y de pena” (G. Grimaldi).
A la restauración se opuso el catolicismo liberal que auspiciaba un acuerdo entre la iglesia y el mundo.
Pero como hemos visto es también el siglo de la definición de la Inmaculada Concepción tras un largo y difícil camino de ocho años. En principio se propuso unir la definición mariana con la condena de lo errores modernos pero se abandono la idea.
La entusiasta acogida de la definición por parte de las naciones católicas muestra la sintonía con el sensus fidelium, al tiempo que revela una corriente favorable al privilegio.
La exaltación de la Virgen se articula en el XIX junto a una cierta mengua de su condición de simple mujer.
Por una parte los católicos defienden –en polémica con los protestantes- que María no es un mero “bloque de arcilla”, sino más bien “una persona en intima y espiritual relación con Cristo” Esto significa que María no es Inmaculada por sí misma, como si fuera sólo una excepción, una especie de capricho que Dios ofreciera para la madre de su Hijo. No es un capricho, ni una ruptura de un Dios que, pasando por encima de sus leyes, habría dejado de cumplir lo establecido dentro de la historia. La Inmaculada pertenece “al orden nuevo de la redención”, al camino de surgimiento mesiánico: Jesús nace en un mundo de ley y de pecado (Gal 4, 1-4); pero nace, al mismo tiempo, de la vida y la promesa de Dios que ha ido actuando en la historia. Dios mismo ha preparado cuidadosamente el nacimiento de Jesús sobre la tierra (como victima de amor sobre el pecado). Pues bien, como elemento principal y casi necesario de ese nacimiento encontramos a María.
Conforme a este modelo, la Inmaculada Concepción sería solo “don de Dios”, el signo más intenso de su gracia previniente. Allí donde ese Dios ha permitido que otros hombres penetren ya manchados en la lucha de la historia y deban decidirse por el bien desde una vida que comienza inmersa en el pecado, el mismo Dios ha decidido que María no padezca y sufra esa batalla. Por eso la libera por anticipado. En vez de redimirla en un momento posterior, cuando ella misma hubiera ya asumido el bien en Jesucristo, Dios la ha liberado y redimido en un momento precedente: la ha librado ya en el mismo momento de su origen. Por eso ella ha nacido Inmaculada.
Los teólogos distinguen la plenitud absoluta de la gracia, que es propia de Cristo; la plenitud de la suficiencia, común a todos los ángeles; y la plenitud de superabundancia, que es privilegio de María y que se derrama con largueza sobre sus hijos. “De tal manera es llena de gracia que sobrepasa en su plenitud a los ángeles; por eso, con razón, se la llama María, que quiere decir iluminada (…) y significa además iluminadora de otros, por referencia al mundo entero”, dice Santo Tomás de Aquino.
En esta solemnidad de la Inmaculada, hacemos el propósito de pedirle ayuda siempre que en nuestra alma nos encontremos a oscuras, cuando debamos rectificar el rumbo de la vida o tomar una determinación importante. Y, como siempre estamos recomenzando, recurriremos a ella para que nos señale la senda que hemos de seguir, la que nos afirma en la propia vocación, y le pediremos ayuda para recorrerla con garbo humano y con sentido sobrenatural.
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