Llevamos varios domingos en los que el Evangelio nos habla de las capacidades que Dios nos ha dado a cada uno y de la importancia que tiene el saber emplearlas. La lectura que hoy se proclamaba nos presenta una parábola bastante esclarecedora. El que tenía cinco talentos produjo diez, el que tenía dos produjo cuatro, y el Señor los felicita en ambos casos porque tanto uno como otro rindieron al máximo en función a lo que habían recibido.
En el camino de la vocación también están presentes los talentos. A veces decimos que no sabemos lo que Jesús quiere de nosotros, que no acabamos de encontrar un camino para seguirle. Sin embargo, lo que ninguno de nosotros podría negar es el propio hecho de conocerse. Todos nos conocemos a nosotros mismos. Sabemos cuales son nuestras debilidades, si nos cuesta trabajo concentrarnos, si no tenemos mucha paciencia, si el egoísmo rige muchas facetas de nuestra vida. Pero también conocemos nuestras cualidades. Si somos desprendidos, si tenemos capacidad de liderazgo, si sabemos escuchar a los demás o, en su caso, si a través de nuestra oratoria logramos convencer a los que nos rodean. Aquí no se trata de vanagloriarse, sino de reconocer lo que Dios nos ha dado como herramientas con las que realizar un trabajo y conseguir unos frutos. Sería un gran error pensar que el hecho de abrazar la vida religiosa en un monasterio, por ejemplo, es suficiente para alcanzar la vida eterna… Cuando nos pregunten sobre lo que hicimos en nuestra existencia terrenal, ¿qué responderemos? ¿que estuvimos todos los días rezando la liturgia de las horas? ¿Y qué fue de nuestra capacidad para animar a los demás? ¿la usamos con aquellos que se encontraban desesperanzados? ¿Y qué hicimos de nuestra facilidad para escribir? ¿Intentamos crear, por ejemplo, una página en Internet, para acercarnos a otros hermanos nuestros que tal vez pudieran encontrar respuestas a lo que buscaban? ¿Y aquello que siempre hacíamos, bromear con los amigos, lo utilizamos después como herramienta del Señor para poner una sonrisa en el rostro del que estaba triste?
Si al final decimos que no, que nos limitamos a conservar lo que nos habían dado (mira que buenos hemos sido Señor, que no lo hemos malgastado ni desperdiciado), ¿qué respuesta tendremos? La parábola es bastante clara al respecto y no admite medias tintas con aquel empleado que nada produjo. Seguramente él se justificaría diciendo “Las cosas estaban mal” “No era el mejor momento para invertir” “Podría haberlo perdido todo”. Son las mismas excusas que día tras día utilizamos para no usar nuestros talentos. “No tengo demasiado tiempo” “Es una tontería ayudar para que luego ni te lo agradezcan” “No tengo porqué aguantar las impertinencias de los demás” “Siempre tengo que ser yo el que se haga cargo”… La verdad es que se está mucho más cómodo no arriesgando nada, sin esforzarnos para conseguir frutos porque, y esto conviene no olvidarlo, a veces uno espera conseguir más cosecha y cuando no es así según nuestro propio criterio del esfuerzo, nos enfadamos como aquellos empleados de la viña que creyeron recibirían más que los que trabajaron solo una hora. Pero también en ese caso conocemos la respuesta. Nuestro deber es poner a rendir nuestras capacidades y estar siempre preparados para poder presentar cuentas en el momento en que nos llamen. No desperdiciar ni un instante y estar siempre dispuestos a rentabilizar nuestras capacidades al máximo. Cualquier momento es el adecuado para hacerlo y un ejemplo de ello me ocurrió hace muy poco. Había sido invitado a dar una conferencia y posteriormente tuvimos un tiempo de ocio en el que se compartieron unos aperitivos en un local adecuado al efecto. Hubo un momento en el que me dirigí al lugar en el que servían las bebidas y allí estaba un chico (invitado también, no era un camarero ya que no se trataba de ningún restaurante) que las servía muy diligentemente. Yo le pregunté, “Bueno, ¿y tú no te vas a tomar nada con nosotros? Vente con el grupo que estamos charlando y ya nos iremos sirviendo cada uno”. Su respuesta fue: “No, para nada… yo como me encuentro satisfecho es viéndoos a vosotros bien atendidos”. Hoy, cuando escribo sobre los talentos, no he podido evitar recordar esa escena. Él no era el que mejor hablaba, ni era el protagonista del evento, ni tampoco el más divertido de la reunión. Sin embargo, hacía todo lo que estaba en su mano para que los demás estuviesen bien atendidos. Su capacidad la rentabilizó al máximo al servicio de los demás. ¿Y cómo lo hizo?... Pues lo hizo de la manera que todos deberíamos utilizar los dones que Dios nos ha dado, con naturalidad y humildad. Sin hacer grandes alardes. Sin decir soy el mejor barman, el mejor orador, el líder más carismático… sino simplemente actuando en cada momento de nuestra vida.
Así lo hizo también un sevillano nacido en un pueblecito de la Sierra Norte. No podría dejar de referir nada acerca del santo que hoy celebramos. San Diego de Alcalá, franciscano que, consagrado a las tareas más humildes (tan sólo era hermano lego), como portero y en el jardín o la huerta de su convento, alcanzó la santidad de la manera más hermosa que puede hacerse: compartiendo lo poco que tenemos con el que nada tiene.
Él podía haberse mantenido al margen de los que llegaban pidiendo limosna al monasterio. Podía haberles dicho “Lo siento hermanos, nada tengo para daros”. Podría haberse excusado también diciendo que el padre guardián no le autoriza a realizar tareas que no me hubieran sido encomendadas. Pero la caridad de su corazón era tan grande, su deseo de servir a los demás tan enorme, que no dudó en escamotear en su hábito los panecillos que cogía del refectorio para socorrer el hambre de los que aguardaban fuera. Y lo siguió haciendo a pesar de las amonestaciones, hasta el punto de que, sospechando todos lo que hacía, fue sorprendido cuando antes de llegar a donde le aguardaban los pobres, lo detuvieron los demás frailes preguntándole qué llevaba escondido en su escapulario y él, como jardinero que era, respondió humildemente… “Nada, solo llevo rosas”. En ese momento se produjo el que es el milagro más entrañable y conocido de este franciscano. Los panecillos se habían convertido en esas rosas que no eran sino las que salían de su corazón cuando atendía a los más necesitados.
Él podía haberse mantenido al margen de los que llegaban pidiendo limosna al monasterio. Podía haberles dicho “Lo siento hermanos, nada tengo para daros”. Podría haberse excusado también diciendo que el padre guardián no le autoriza a realizar tareas que no me hubieran sido encomendadas. Pero la caridad de su corazón era tan grande, su deseo de servir a los demás tan enorme, que no dudó en escamotear en su hábito los panecillos que cogía del refectorio para socorrer el hambre de los que aguardaban fuera. Y lo siguió haciendo a pesar de las amonestaciones, hasta el punto de que, sospechando todos lo que hacía, fue sorprendido cuando antes de llegar a donde le aguardaban los pobres, lo detuvieron los demás frailes preguntándole qué llevaba escondido en su escapulario y él, como jardinero que era, respondió humildemente… “Nada, solo llevo rosas”. En ese momento se produjo el que es el milagro más entrañable y conocido de este franciscano. Los panecillos se habían convertido en esas rosas que no eran sino las que salían de su corazón cuando atendía a los más necesitados.
Ojalá fuésemos un poco como el humilde Diego. No unas personas pendientes de nuestros rezos, de nuestras cosas, de “conservar” los talentos que Dios nos entregó, sino que poniendo a producir incluso lo poco que esté en nuestras manos, podamos ayudar a los demás. Será entonces cuando en el libro de la vida los fallos que hayamos cometido acaben diluyéndose y aparezcan solamente las flores que, naciendo del amor, adornan siempre la santidad.
Viendo la vida de san Diego me viene a la memoria lo que antiguamente en espiritualidad se llamaba "infancia espiritual". Aunque su nombre puede hacer sonreir no era, para nada, fomentar ñoñerias, ni el hacer altarcitos ni suspirar mientras se decian jaculatorias. Tras ese nombre se escondia una forma de unión con Dios muy recia: confiar plenamente en nuestro Padre Dios. Quiza una de las santas mas conocidas en ese camino sea santa Teresita del Niño Jesus. De san Diego seguro que alguno pudo decir que era desobediente y que, como lego, no podia disponer de las cosas del monasterio. Sin embargo Dios queria valerse de ese corazón misericordioso para, saltandose las normas, practicar misericordia. San Diego puso a disposición de los demas sus talentos: el ver a Dios en el necesitado.
ResponderEliminarMuchas veces en la dirección espiritual o en la confesión se ha cometido el error de cortas las alas de muchas almas al no saber ver la cualidades de esa persona. En ocasiones se han ahogado planes de Dios pensando que lo que se proponia en la intimidad de esa charla era prepotencia o afan de destacar en lugar de ver un instrumento de Dios.
Tenemos la obligación de llevar esas inquietudes a la oración: "Señor, que vea". Ponerlo en las manos seguras de la Virgen, Ella que todo lo guardaba y meditaba en su corazón, y entonces llevarlo al discernimiento de quien guie nuestra alma. Los talentos estan en nuestro corazón y debemos dar los frutos que Dios espera: unas veces cinco, otras diez...No siempre podremos decir un SI rotundo a Dios, pero al menos no le digamos no de entrada. No olvidemos que es el corazón el que siente a Dios y no la razón. Mucha paz.