Una vez más, un buen amigo en la distancia, al que aprecio por su deseo siempre vivo de ayudar a los demás, nos envía esta colaboración que me gustaría leyéseis pausadamente ya que es un escrito que merece la pena analizar a fondo. Como siempre, gracias, Javi.
En la resurrección de Jesucristo, el hombre queda de una vez por todas elevado y destinado a encontrar en Dios justicia contra todos sus enemigos; queda, por tanto, liberado para vivir una nueva vida, en la que ya no tiene ante sí, sino que a lo dejado atrás, el pecado y sus consecuencias: la maldición, la muerte, la tumba y el infierno.
“Al
tercer día resucitó de entre los muertos”: éste es el mensaje pascual.
Significa que Dios no se abajó inútilmente en su Hijo, sino que ciertamente
actuó por su propio honor y para confirmación de su gloria. Al triunfar su
misericordia precisamente en su abajamiento, se produce, en efecto, la exaltación
de Jesucristo. En Jesucristo, el hombre queda exaltado y destinado para la
vida; para esto lo ha liberado Dios en la muerte de Jesucristo. Dios ha
abandonado el ámbito de la gloria, por decirlo así, y el hombre puede ahora
ocupar ese lugar. Éste es el mensaje pascual, la meta de la reconciliación, la
redención del hombre. Es la meta que ya se hizo visible el Viernes Santo.
Puesto que Dios da la cara por el hombre –los autores neotestamentarios no
tuvieron reparo en decir “paga” por él-, el hombre es un rescatado.
Apolytrosis
es un concepto jurídico que designa el rescate de un esclavo. Ése es el
objetivo: el hombre es puesto en otra situación jurídica. Ya no pertenece al
que tenía un derecho sobre él, ya no pertenece a esa esfera de maldición,
muerte e infierno, sino que ha sido trasladado al reino del Hijo querido. Esto
significa que se le ha desposeído formalmente de su categoría, condición y
régimen jurídico de pecador. El hombre ya no es tomado en serio como pecador
por Dios. Sea aquél lo que sea, sea lo que sea que haya que decir de él, por
más reproches que tenga que hacerse a sí mismo, Dios ya no lo toma en serio como
pecador. Ha muerto al pecado allí, en la cruz del Gólgota. Ya no existe para el
pecado. Es reconocido y declarado ante Dios como justo, como alguien a quien
Dios hace justo. Ciertamente, tal como es ahora, el hombre tiene su existencia
en el pecado, y por tanto su culpa, pero la tiene tras de sí. El cambio se ha
efectuado de una vez por todas. No: el “de una vez por todas” es el de
Jesucristo. Pero si creemos en él, vale para nosotros. En Jesucristo, que murió
por él, y en virtud de su resurrección, el hombre es hijo amado de Dios y
puede, por tanto, vivir en el beneplácito de Dios.
Si
éste es el mensaje de Pascua, entenderán ustedes que la resurrección de
Jesucristo sea, propia y simplemente, la revelación del fruto, hasta entonces
oculto, de la muerte de Cristo. Precisamente ese cambio es el que en la
muerte de Jesucristo está todavía oculto bajo el aspecto con el que allí
aparece el hombre, consumido por la ira de Dios. En este momento, el Nuevo
Testamento nos testimonia que ese aspecto del hombre no es el sentido de lo
acontecido en el Gólgota; que, por el contrario, tras dicho aspecto, el
auténtico sentido de ese acontecimiento es el que se pone de manifiesto al
tercer día. En ese tercer día comienza una nueva historia del hombre, de manera
que también la vida de Jesús se podría dividir en dos grandes períodos: treinta
y tres años hasta su muerte, y el breve período, absolutamente decisivo, de los
cuarenta días que mediaron entre su muerte y la ascensión al cielo. Al tercer
día comienza una nueva vida de Jesús. Pero, al mismo tiempo, al tercer día
comienza una nueva figura del mundo, después de que en la muerte de Jesucristo
el mundo viejo quedara enteramente concluido y liquidado. Esto es la Pascua:
inicio de un tiempo y un mundo nuevos en la existencia del hombre Jesús, quien
en este momento comienza una vida nueva como portador triunfante y
victorioso y aniquilador de la carga del pecado humano puesta sobre él.
En
esta existencia suya transformada, la primera comunidad vio, no sólo una
especie de prolongación sobrenatural de su vida precedente, sino una vida
completamente nueva, la de Jesucristo exaltado, y por tanto, a la vez,
el comienzo de un mundo nuevo. Según el Nuevo Testamento, con la
resurrección de Jesucristo se proclama que la victoria de Dios a favor de los
hombres ya está ganada absolutamente en la persona de su Hijo.
Ciertamente,
Pascua es ante todo la gran prenda de nuestra esperanza; pero, al mismo tiempo,
ese futuro es ya presente en el mensaje pascual. Éste es el anuncio de
una victoria ya alcanzada. La partida está ganada, aun cuando al jugador
todavía pueda hacer un par de movimientos. Prácticamente, ya es mate. En este
ámbito intermedio vivimos nosotros: pasó lo viejo, todo es nuevo.
El mensaje pascual nos dice que nuestros enemigos –pecado, maldición y muerte-
han sido derrotados y ya no pueden causar daño. Todavía se comportan como si la
partida no estuviera decidida, como si la batalla no se hubiera librado;
todavía debemos contar con ellos; pero, en el fondo, ya no debemos temerles.
Quien ha oído el mensaje pascual ya no puede ir por ahí con rostro trágico, ni
llevar la triste existencia de quien no tiene esperanza alguna. Sólo esto sigue
vigente todavía, únicamente esto es realmente serio: Jesús es el vencedor. Una
seriedad que, dejando eso a un lado, pretendiera mirar atrás, como la mujer de
Lot, no sería cristiana. Tal vez a nuestra espalda arda el fuego –y es
verdad que arde-, pero no tenemos que poner la mirada en eso, sino en lo otro:
en que estamos invitados y llamados a tomar en serio la victoria de la gloria
de Dios en este hombre, Jesús, y a alegrarnos de ella. Entonces podremos vivir
en la gratitud y no en el temor.
La
resurrección de Jesucristo revela, lleva a cabo, ese anuncio de la victoria. No
se debe interpretar de otro modo la resurrección, como si fuera un
acontecimiento espiritual. Debemos oír, y pedir que nos cuenten, que hubo una
tumba vacía, que más allá de la muerte se hizo visible una nueva vida. “Este
(hombre sustraído de la muerte) es mi Hijo amado, en quien me complazco”. Lo
que se anuncia en el bautismo en el Jordán, se convierte en este momento en
acontecimiento y se hace manifiesto. A quienes lo saben, con ello se les
proclama el final del mundo viejo y el principio del nuevo. Todavía les queda
un pequeño trayecto por recorrer hasta que se haga patente que Dios ha llevado
todo a cabo para ellos en Jesucristo.
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